viernes, 1 de agosto de 2008

Aquellas vacaciones

En estos tiempos que corren donde veranear es casi una obligación, resulta difícil imaginar un año sin escapadita estival a una playa, preferiblemente en un lugar exótico del caribe, a pesar de que a nadie le sobran los cuartos.
Sin embargo no ha mucho tiempo, ir una semana a la costa mas próxima era todo un lujo. No estaban las familias para muchos faustos, quizás porque no había tarjetas de crédito, solo billetes. Unos pocos de ellos eran verdes.
Mi padre se hizo con una casa en un pueblo de la sierra burgalesa que no descubriré porque la casa aun existe y el pueblo, aunque masificado, sigue siendo un lugar de retiro.
La edificacion estaba semi derruida cuando la compro a precio de saldo.
Lo admito. Decir que aquello era una casa exagerado. Cabaña seria un apelativo mas apropiado. Constaba el lugar de una habitación sin ventanas (hasta que se abrió una) a la que mi padre añadió dos estancias; una para que sirviera de cocina y la otra como comedor minúsculo.
Hubo algún intento de crear un cuarto de baño, pero este nunca llego a ser una realidad, entre otras cosas por falta de agua corriente. Así que era cuestión de ir a hacer lo necesario al prado, entre los arbustos.
Tampoco había luz eléctrica, sino una linterna de gas colgada del techo, y las frías noches serranas, sobre todo en invierno, nos calentábamos al calor de una chimenea de leña que posteriormente seria sustituida por una salamandra de carbón.
Esos eran nuestros lujos.
Alguien leyendo esto pensara que éramos una especie de miserables. La realidad es la contraria, éramos afortunados, otros, la gran mayoría entonces, no tenían siquiera eso. Aun así eran felices con sus paseos por el Espolón, Fuentes blancas, el Castillo, el Parral, la Quinta o la isla. En Burgos siempre ha habido espacios para el esparcimiento.
No teníamos ordenadores, ni videojuegos, ni televisión en la cabaña. Por no haber no había siquiera columpios en el pueblo que yo pueda recordar.
Pero había mucho aire fresco, excursiones a las cumbres, chapuzones en las frías aguas del río, cometas volando alto, futbolín en la tasca del pueblo, misa los domingos, nieve en invierno y estrellas en las noches libres de contaminación visual.
Y con tan poca cosa éramos felices, soñábamos, disfrutábamos cada segundo de nuestro veraneo. Ahí fue donde construí mi primera emisora de radio, en la mesa de esa cabaña, con una bobina, un transistor y un micrófono de carbón sacado de un teléfono viejo y siguiendo un esquema copiado de un libro de electrónica básica, mientras los sonidos de Radio Andorra captados por el receptor a pilas de mi padre servían de fondo sonoro.
¡Aquí Radio Andorra!
Creo que ese fue el inicio de una afición que pasados los años acabaría siendo mi trabajo.
Años más tarde cambiaria las correrías por los prados y el volar de cometas por los campamentos de verano de una de las organizaciones juveniles existentes.
Supongo que eso suponía un descanso para mis padres que lograban de esa forma deshacerse temporalmente de sus retoños.
Naturalmente con la mejora económica familiar de los 70 vino el consiguiente cambio de hábitos veraniegos.
La cabaña dio paso al apartamento playero y los viajes a la sierra cercana a bordo del dos caballos a aventuras automovilísticas a lugares más lejanos con el 850 y posteriormente el 131.
Pero esa es otra historia, una historia mucho más familiar con la realidad actual donde el gasto se dispara incluso cuando las condiciones económicas aconsejan ser moderados.
Un saludo

1 comentario:

Merche Pallarés dijo...

¡Qué bonitos tus recuerdos infantiles! Esa cabaña suena maravillosa, disfrutar de la naturaleza, dar rienda suelta a la imaginación. Con qué poco nos conformábamos... Besotes, M.